LAS COSTURAS ROTAS DEL CORAZÓN.
No quería abrir la puerta de su habitación, aquella donde había compartido risas, llantos, alegrías y tristezas con sus hermanos en años de inocencia y verdad. Pero el tiempo había pasado, su madre ya peinaba más canas de la cuenta y su padre pasaba las horas de su pronta jubilación fumando en el balcón de casa mientras veía pasar las horas para irse a sus últimos días en el turno de noche de su actual trabajo. Él con un pellizco en el corazón se resistía a abrir las puertas de su habitación donde lo esperaba su maleta azul marino con hevíllas doradas y trinchas con pocos agujeros para que cupiera más ropa. No había otra, tenía que partir en plena Cuaresma, el día del besapié del Cristo de las Necesidades, ese día tan señalado para todos los egabrenses, debía partir para cualquier parte de España a buscar la prosperidad y una vida digna con la que construir un futuro. Su primer destino sería Madrid, allí le esperaba un puesto de trabajo, una silla, una mesa, un ordenador y un grupo humano que no sabía como lo iba a aceptar, pero no quedaba otra, había que partir si o si. En el tren, mirando las bellas campiñas cordobesas, veía pasar su vida, las lágrimas de su madre al salir por la puerta asumiendo que ya nada seria igual, le recordaban a las lágrimas de la Virgen de la Caridad, la emperatriz del Jueves Santo. Mientras pensaba en su padre, serio, triste y cabizbajo, venía a su mente las añoranzas de aquella antigua y bella Semana Santa dibujada en sus arrugas, marcada en su mirada fiel y leal, sin articular palabra, su padre le dió un abrazo como el de sus hermanos costaleros cuando finalizan el hermoso trabajo de llevar a Dios por las calles angostas de un pueblo de Fe. El tren continuaba hacia su próximo destino, una maleta, miles de recuerdos, su niñez rodeada de pinceladas de amor, sus abuelos comprándole cañadú en una mañana radiante de Sábado Santo mientras veía venir a ese velero de sueños egabrenses que es La Soledad. El dolor en el pecho era cada vez más insoportable, pero la vida no te da tregua, debes decidir y puede que ya no haya marcha atrás. Otro emigrante más, otro egabrense que sale, otro hijo más que se va, igual que el Hijo predilecto, el discípulo predilecto, ese que con dulzura y comprensión, consuela a “La Dolorosa de Bronce”, a la eternamente bella Virgen del Rocío en una tarde de Viernes Santo que presagia calvario y muerte. Con la mirada perdida atravesando los campos de Castilla, venía a su mente el traje de romano que cada año su madre limpiaba y preparaba para custodiar una de las grandes joyas de Cabra, la urna del Santo Sepulcro en una noche de viernes que es un reflejo del culmen artístico más cabreño, donde dos madres se funden en una misma lágrima. Una con su Hijo en brazos sin consuelo, otra bajo el palio de los sueños que cierra la jornada de los siete puñales clavados en el corazón. Cogio el móvil para distraerse, en ese momento, vió una foto antigua de La Pollinita, en blanco y negro, él no había nacido, pero aquello le gustaba, le hacía volver con la imaginación a unos años de inocencia cofrade entre cofrades, de entrega, de valores, de respeto, de sentir. Quedaba poco para llegar a Madrid, allí lo esperaban para recibirlo en su nuevo hogar, igual que esperamos la salida del Silencio, sin articular palabra, sin gesticular, sin respirar si quiera, esperando a Cristo crucificado en una noche fría de primavera. Antes de bajar del tren recibió una llamada, era su hermano, le preguntaba que si le recogía la túnica de la Expiración para la procesión del “Cristo de lo más débiles”. En ese momento, apretó los dientes, una lágrima cayó por su rostro ya castigado y le dijo.-cógela, haré lo posible por estar allí sea como sea-. Aquella madrugada era el punto de encuentro de su vida cada año, en ese patio oscuro lleno de capuchones rojos y negros tenia lugar su infancia y su vida entera. Llegó a la estación, cogió su maleta llena de recuerdos, de lágrimas, de vida, de historias personales y pisó Madrid con decisión, con la misma decisión que pisa Cabra el misterio del Lavatorio o la Virgen del Buen Fin obrando el milagro de salir por Capuchinos cada Miércoles Santo. Al llegar, sintió como se le rompían las costuras del corazón, no pudo contener sus lágrimas ni su nostalgia, no pudo, no sabía si iba a volver más a Cabra para hacer su vida, pero recordó en ese momento, los ojos de la Virgen de la Esperanza, que aunque caen, están llenos de vida, de amor, de esperanza, de alegría, de sonrisas encontradas, de emociones, de olores, de abrazos improvisados, de tardes de compra de capuchones, de arreglo de túnicas, de azahar, de primera preñada de Cofradías en la Plaza de San Agustín, de arraigo, de familia, de dolor y de resurrección, de nervios y constancia, de cruz y ángeles, de gajorros, de pestiños, de aceite hirviendo, de fachadas blancas disfrazadas de miles de colores, de Hermandades, de música, de pálpitos de un corazón emigrante, que como aquellos siete puñales, se rompe en el recuerdo y renace a una nueva vida cada vez que sueña con ver la Sierra a lo lejos, señal inequívoca de que está de vuelta en casa.

Eduardo Luna Arroyo
Director de Radio La Manigueta.