Relatos de Semana Santa por Paco Agudo.
III – Capataz de pueblo.
Por ésta vira de oro con que nos sorprende la tarde, Murube siempre en el alma, baja el paso de los cielos azules de Cabra a la retinas de un capataz de pueblo.
A semana vista, última en el oficioso calendario de una pasión desmedida. Ebrio de luz dorada, cegadora y punzante, éste capataz de pueblo retira membranas aún adheridas en no tan oscuros adentros. Las últimas hojas se evaden de un cuerpo en crepúsculo, ora imposible presidio para alma trovadora y tan transparente como aquellos guardabrisas.
Vira de oro “romeromurubiana”, lanza en el costado, abriendo a la luz amores infinitos.
En la sombra los ritos duelen. Pesan. En la luz son ánima de concordias.
Ésta vez añora el paseo que da de tus manos cada Jueves Santo. El tercio de una vida. Como si tus entrelazados dedos enlazaran también los míos.
Antes que mi llamador deje de golpear en el quicio de tus paseos quisiera hablarte.
Yo no te conocía más que en perfil lejano de una infancia en los suelos de la Cuesta Bachiller León. Hábitos de sarga azul marinera y capa blanca abotonando pechos transidos de amor de mis amigas, Ana, Mari Sierra, Mari Ángeles y sus familias. Y Aguadulce al son.
De entonces guardo recuerdos persiguiendo capuchones de mi altura.
Volví quince años atrás, donde veía tu cruz por detrás y donde empieza nuestra no tan corta historia.
Me regalaste tu cruz en el frente, y con ello, tus ojos sembrando la pena en el suelo infinito. Nos hicimos amigos y poco a poco nos hicimos… otra cosa.
Acogido en una familia de muchas familias, feliz, alejando desdichas, abriste el sendero de la paz.
Lo demás, antes, durante y después lo sabes tan bien como yo. Conquistaste mi casa, mi mesa, mis paredes y mis rezos (gracias por siempre).
No pasearé contigo no porque no haya querido hacerlo, pero sé que sigo en tus manos y aunque el velo de tu cruz no me sirva de asueto para la luz de un Jueves Santo brillante, ablandando el resplandor que me deslumbra, vamos a continuar paseando juntos.
Lo que se quiere nada puede quebrarlo. Ahí no hay ni voz ni voto.
Mis ritos, sólo míos… y tuyos.
Los tuyos con nosotros deben quedar en la intimidad de siempre. Pero los míos con los tuyos los abro a quien se acerque a ésta confesión:
No asomaré al costado de tu mesa para lidiar con la angostura. No levantaré el faldón, no aliviare el calor de “esa gente güena”, ni mediré tus veinticinco reposos. Porque un capataz de pueblo navega entre sus ritos para colmar la perfección de un día contigo. Ni Rosarito ni Antonio, esperando el encuentro por la calle de los álamos, donde también Pepe aguardaba (Besos al cielo) con un corazón palpitante. No buscaré a mi amigo “Titín” estrechando en nuestras manos la estampita para su hijo. Estampitas que, de una mano amiga que asomaba por el bajo de tu paso, repartía con ilusión a la ilusión de los niños. No habrá susurros a la vera de los zancos, no habrá rezo para que me ayudes a que ese gigante no roce sus veras en aquél, a su modo, arrogante dintel de madera. No buscaré en los suelos a mis pies los declives del piso… Y en cada encuentro ritual, felicidad absoluta.
Muchos ritos, ¡cuantos! … para que no varíe un ápice el sol a sol de un Jueves Santo. No digamos más.
Y uno nuevo que ya ronda. Cerrar mis ojos y saber por mis pulsos en qué punto andarás a cada instante de tu paseo, de cómo te dará el sol en la cara en cada calle y en cada esquina que vuelvas, en qué punto la brisa besará el velo de tu cruz, en cual el telón se alzará al fresco aire en una calle antes de losillas.
Si a Rafael Montesinos, en su exilio, la memoria escogía el camino más corto para herirle, a mi la memoria me sonreirá por el camino más corto. Así serán mis Jueves Santo contigo desde ahora.
Porque quiere mi memoria y así lo quiere también mi corazón, mis ojos seguirán buscando la eterna línea de los tuyos, para mirarnos de frente, yo abajo y tú arriba, aunque el profeta Isaías ya no nos ande por medio, volviendo a ver tu cruz por detrás, alejándose, en la paz y felicidad de la concordia.
Por ésta vira de oro con que nos sorprende la tarde, Murube siempre en el alma, sube el paso de la retina de un capataz de pueblo a los azules cielos de Cabra.