Arreciaban tiempos y tempestades en su cabeza y no era capaz de distinguir agosto de septiembre, ni diciembre de enero. Su reloj siempre marcaba las 4 e incluso discutía consigo mismo, porque la Virgen que veía en la televisión de andar por casa, no era Ella, aunque realmente si lo era y siempre lo fue.
Las canas le pesaban más que sus piernas cansadas. Ya olvidó la última vez que subió al Santuario, entre oraciones silenciosas y dificultades físicas, entre vericuetos benditos y chaparros centenarios. Casi no recuerda el paso de la Salve, ni ya vienen a su mente, los cánticos a la Divina Serrana en las postrimerías de su bajada. Ahora todo es más difícil. Los recuerdos se agolpan en uno sólo y aún ve a su madre llorar frente a la ventana al paso de la Virgen sin poderse mover para intentar mirarla a los ojos hundido por la impotencia de no levantarla de aquella cama en la que postrada y resignada escuchaba el sonido del ronco tambor.
Soñó en abril que era agosto y en agosto soñó que ya pronto llegaría el día para seguir cumpliendo su promesa. Sólo piensa que no se le olvide pensar y olvide, casi sin pensarlo, que el día que Ella llega a su parroquia mayor, él siga su particular guerra con el reloj, y las horas y los días de un calendario marchito.
Las conversaciones son contradictorias e incluso llegan a ser, en muchos casos surrealistas. Pero cuando la campana suena, el tic tac del reloj real que lleva escondido en su corazón, despierta su verdadera forma de ser, ahí recuerda que en pocos días, estará con Ella mañana, tarde y noche, a sus plantas, como un guardián silencioso, como el que guarda un tesoro como si sólo fuera suyo. La vigila, la cuida desde su interior, con su mirada cansada y luminosa a la vez, la quiere al igual que un ave al viento, la mima con sus piropos susurrados, no quiere que nadie haga lo contrario a lo que él está acostumbrado a vivir y a sentir. Y Ella, lo lleva hasta sus plantas, sabe que durante su estancia es más feliz, que recuerda a su amor cuando las lagunas de la memoria amainan el temporal, que con Ella está más seguro, tiene algo más por lo que vivir, por lo que luchar contra si mismo para no fallarle ni un sólo día.
No sabrá con certeza que día es el 4, verá que todo es diferente a su alrededor, pero no entenderá que pasa en su entorno, hasta que al día siguiente, se disponga como fiel escudero a buscar sus mejores ropas para ir a ver a su Virgen, a la que tanto ha rezado, ha suplicado y ha sentido. No le importará que día ni que hora es, sólo que antes de amanecer irá a verla y que hará todo lo posible por estar a su lado. Nadie lo ha obligado, nadie le ha dicho que eso es su obligación, pero él sólo habla en el lenguaje mermado de una promesa, de un compromiso con aquella que lo ha acompañado toda su vida en cualquier parte. Su medalla de oro, junto al pecho, para recordar que el amor de su vida se la regaló para que lo protegiera por mil y un mundos desconocidos.
Pero ¿cuando viene la Virgen este año?, se lo pregunta a diario y está a la espera de que un día, al levantarse con sus cruces y sus sombras, escuche el repique de las campanas del faro de fe que es el campanario de la Asunción. Ahí, en ese momento, sabrá que la luz cegadora de las andas de plata va camino de la Villa Vieja, y que él comienza su periplo cotidiano. Subirá la calle Mayor donde está la perla mayor del reino y se sentará frente a frente con Ella y Ella lo protegerá porque sabe que es su fiel más devoto y puntual, porque estando con Ella no hay horas, ni minutos, ni reloj, es como anticipo del cielo.
¿Cuando viene la Virgen este año? se pregunta desde hace un año y así cada día, a la espera de su amada, de su protectora eterna, de su luz de plata, de sus ojos verdes mar como la eternidad. Y Ella llegará, y él será renovado y su memoria desamortizada volverá a renacer por amor entregado a la Celestial Viajera, aquella que habita en su corazón huérfano y sencillo a la vez.
Eduardo Luna